Supuesto retrato de Mary Peck |
por Ana Alejandre
La historia de esta mujer es reconfortante en momentos de crisis económica como la que estamos atravesando y padeciendo, porque nos ilustra de los inventos que la imaginación, acuciada por la pobreza, puede crear con resultados tan brillantes como los de esta historia que siendo real, parece pura ficción.
Nuestra protagonista, una feligresa de Massachussets, Mary Peck Butterworth, nacida en 1686 en Rehoboth, Massachussets, a los 24 años se casó con John Butterworth, un modesto granjero con el que malvivía trabajando en una pequeña granja, herencia familiar . Fue madre de siete hijos y con escasísimos medios económicos se convirtió en el jefe y cerebro de una banda de falsificadores con la que logró amasar una suculenta fortuna, a pesar de lo peregrino de su sistema pero que funcionó tan bien que ojalá hubiera tenido el Gobierno de Zapatero un cerebro así para sacar a España del atolladero con las enaguas de las ministras o los calzoncillos de los ministros y demás jerifaltes, por poner un ejemplo. La historia se las trae y es hora de contarla:
Nuestra avispada amiga, con sólo 34 añitos y un cerebro con más peso que el de un premio Nobel, inventó un sistema de falsificación de billetes con los que mantener a sus siete churumbeles que comían como catorce. Todo lo hizo sin moverse del pequeño pueblo de Massachussets en el que vivía, pero su inteligencia y capacidad de iniciativa le llevó mucho más lejos de lo que nunca hubiera podido imaginar.
El lector se estará preguntando ¿cómo llegó a la idea de falsificar billetes con sus propias enaguas?, (la cosa tiene miga, desde luego), pues, muy sencillo, porque se dio cuenta que la imagen de un periódico sobre el que había depositado la plancha caliente se quedó impresa en la camisa de uno de sus hijos cuando estaba planchando y almidonando la ropa familiar. Entonces pensó –y es que las amas de casa no dejan de pensar nunca en cosas prácticas y no en el futbol y bobadas de esas que les gustan a los maridos-, que si eso era posible, pudiera serlo también si dejaba la plancha caliente sobre un billete de banco, emitido en la colonia inglesa por entonces, y después lo pusiera sobre un papel, que se produjera el milagro. Pensado y hecho, la cosa funcionó a medias, porque la impresión aparecía débil y el papel arrugado, si no se quemaba el papel con el calor de la plancha. Pero como era una mujer echada ‘pa alante’ –no hay forma de planchar mirando para atrás-, empezó a buscar variantes y lo encontró la solución tiesa y almidonada. Puso la plancha caliente que había posado sobre un billete sobre la muselina almidonada de una de sus enaguas usadas, pero más tiesas que una mojama con el almidón que le había dado a tutiplén para ese fin, y así consiguió el molde del billete estampado sobre la susodicha enagua y luego lo fijaría en el papel con la plancha no muy caliente. Después, sólo había que terminar marcando los perfiles directamente en el papel con una pluma de ganso, para subrayar los últimos detalles, entre ellos el valor del billete, cuestión principal que no era moco de pavo.
Como fue todo un éxito rotundo y en aquella época no existían los medios de control y detección de billetes falsos actuales: que si el holograma, que si la banda magnética, que si el gramado del papel y todas esas zarandajas, el billete falsificado coló, ése y unos cuantos de decenas de miles más que produjo la familia en pleno y cuyos billetes lo utilizaban en el vecindario sin despertar sospechas, porque ¿quién iba a pensar que aquella madre multípara con carita de mosquita muerta era la jefa de una banda de falsificadores y además un cerebro de las finanzas? Pues nadie, pero nuestra buena amiga –quién tuviera la suerte de tener cerca a alguien así para solucionar los problemas de fin de mes, en fin-, no sólo se conformó con falsificar caseramente los billetes que después colocaba en los distintos comercios locales, sino que aumentó el negocio y pensó en la expansión del mismo por lo que contactó con revendedores a los que les vendía los billetes que “fabricaba” a la mitad de su valor nominal. ¡Todo un genio de la ingeniería financiera, la nena!
El éxito fue total y tan enorme la cantidad de billetes que falsificó a base de enaguas y papel en blanco que, en muy poco tiempo, llegó a afectar a la economía de Nueva Inglaterra y al control de las finanzas coloniales. Sin embargó, cometió un error, la muchacha, quizás porque el éxito conseguido y el dinero que habían “trincado” así le obnubiló su capacidad lógica-matemática y de raciocinio y “se le fue la olla”, hablando coloquialmente. ¿Cuál fue su error? Pues se compró una valiosísima mansión, una de las más lujosas de Reboboth que inscribió a nombre de uno de sus hijos para “despistar” a los de Hacienda; pero como a estos -aunque parezcan que están dormidos son como los búhos que duermen con un ojo cerrado y otro abierto-, en una inspección rutinaria les llamó la atención la compra de dicha mansión e interrogaron a uno de los hermanos de nuestra heroína –que era más tonto que su hermana, desde luego-, sobre la sospechosa compra y de dónde habían sacado el dinero y, después, a la propia protagonista de esta increíble historia, quienes presos del pánico, uno y otra, pero más el uno que la otra, confesaron la verdad, además de ser interrogados también el hijo, supuesto propietario de la mansión, la nuera y uno de los revendedores de los billetes. Es decir, no faltó nadie a la cita con la Justicia, aunque de todos es sabido que ésta siempre es lenta, pero cuando huelen dinero corre que se las pela.
Sin embargo, el juicio que se celebró en 1723, le dio otro golpe de suerte a nuestra amiga que fue declarada inocente, ya que la idem había arrojado al fuego los moldes con los que fabricaba sus “inocentes” billetitos, aunque es de suponer que se quedaría con copia porque inocente o no, era más lista que el hambre y ésta sí que le daba miedo.
Después de su declaración de inocencia –el inocente fue el fiscal que no encontró pruebas contra ella-, se dedicó “a sus labores”, a las que se había aficionado, y no sólo siguió falsificando billetes ella y su familia, sino que enseñó a hacerlo a toda la parroquia –hay que buscarse cómplices que además del silencio, ayuden en las labores-, y sólo abandonó tan lucrativa afición a los 88 años, edad a la que murió inmensamente rica y alabada por todos los que aprendieron a que siempre es mejor un billete falso que una deuda cierta.
Hay que decir que esta mujer y toda su prole figuran en los anales de la historia de los mayores falsificadores del mundo en un puesto de honor. Se advierte esto para evitar suspicacias de quienes crean que esta historia real es un puro cuento, aunque hay que admitir que lo parece; pero lo lamentable es no poder contar con otra Mary Peck en estos momentos, porque la zona del euro sí que iba a temblar.
Dios tenga en su gloria a tan inocente criatura.